Nosotros y la muerte del artista

(Arte de Max Aguirre)

Da casi vergüenza, en mundo tan lleno de muertes horrendas, evitables, horrorosas, masivas, conmoverse cuando muere, cierto que no muy mayor pero sí de una muerte habitual, una celebridad.Y sin embargo.

Hay artistas que nos hacen. Que nos forman, Que nos fascinan. Que nos modelan. Que nos acompañan. Que glosan, iluminan y reflejan las épocas que atraviesan. Que cambian y no cambian. Que son uno y otro. Que parece que siempre van a estar, que siempre estuvieron. Que son padres de nuestra alma, como otros fueron padres de nuestro cuerpo. Que, mueran cuando mueran, siempre es pronto.

Cuando esos artistas mueren, cuando ESE artista muere, el mundo no es más injusto, ni más trágico, ni más terrible, ni más monstruoso.
Es, simplemente, un poco más chato.

Me voy dar el lujo de entristecerme por la muerte de alguien a quien jamás conocí, y que así y todo al morirse me hace sentir un poco más solo. De ofrecerle ese pequeño gesto egoísta como homenaje. Me voy a permitir que me importe un rábano que los discos (o las obras que fueren) queden.

Los grandes artistas, los que nos tocan de una manera que es lo más cerca que los ateos estaremos nunca del éxtasis religioso (y nos gusta que así sea), redimen al mundo, al menos para nosotros. Cuando un artista así muere, nos damos cuenta de que saberlo vivo nos importaba. Así de tonto, así de raro, así de simple.

Pero sí, queda la música, o los libros, o los filmes. Queda la obra. No es que sea un buen consuelo: es el que hay. Y el consuelo es el arte de los vivos.